Pensamos que las puertas tienen para nosotros un gran significado, pues, cuando trasponemos su umbral lo hacemos por alguna razón, de lo contrario no tendrían ningún objeto.
Las puestas son para salir o para entrar, definitivamente. Cuando se abren puede ser para dar una calurosa bienvenida o para decir un triste adiós o un hasta luego, incluso, para dar una trágica noticia. Cuando se cierran connotan rechazo, seguridad o aflicción.
Cuando entramos por la puerta de de un templo lo hacemos para disfrutar de su paz interior y elevar nuestro pensamiento a Dios, para pedirle protección y ayuda, para expresarle nuestra profunda gratitud por lo infinitamente bondadoso que ha sido con nosotros o para pedirle perdón por los errores cometidos. Cuando esa puerta es la del hogar, la franqueamos para gozar del calor familiar, del descanso y de la seguridad. Cuando pasamos la puerta de la oficina, del aula, del taller, del campo del trabajo, lo hacemos para rendirle homenaje a la actividad que nos da el pan cotidiano de la vida. Cuando es la puerta de una prisión entramos por ella para encarar un destino adverso y cruel. Pero cuando franqueamos la puerta de la eternidad o del más allá, es para rendirle cuentas al Creador o descansar eternamente del duro ajetreo de toda una vida.
Las puertas demarcan el límite entre la sagrada privacidad del hogar, la reconfortante paz del templo, la dignificante permanencia en el trabajo, el humillante ambiente de la prisión y el mundo exterior, lleno de retos, de incertidumbre, de incomprensión y de indiferencia, pero también de libertad.
Florencio Mendoza Granados
San Huista, Huehuetenango
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