Cuando, después de un fatal e infortunado accidente, de una implacable enfermedad o de cualquier otro acontecimiento trágico de la muerte de un ser querido, nos vemos en el doloroso trance de separarnos físicamente de él, qué profunda sensación de tristeza nos invade, no solo por la dura realidad de su ausencia definitiva, sino por el hecho de dejarlo totalmente solo en el silencio conmovedor de un cementerio; qué lacerante vacío se vivirá en adelante en el seno familiar al que le dio alegría y felicidad con su presencia.
Pero dice un refrán que Dios da la llaga y da la medicina, y tal expresión encierra una verdad incuestionable, porque aquella amargura provocada por la muerte del ser querido, aquella situación de angustia que creímos inconsolable, a medida que el tiempo transcurre, va apoderándose de nosotros un sentimiento de resignación y conformidad, la herida va cicatrizando porque cada vez vamos llenándonos de es tranquilidad espiritual que solo Dios puede darnos.
De todos modos ese momento en que tenemos que decirle adiós al hermano, a la esposa, al hijo, a la madre que se va, ese preciso instante de dejarlo solo en el sepulcro, es inmensamente desgarrador y nos hace pensar ¡qué solos se quedan los muertos! después de haber compartido en vida con nosotros, alegrías y desventuras, satisfacciones y sinsabores, qué duro es dejarlos abandonados, aunque junto a ellos dejemos nuestra firme promesa de no olvidarlos jamás.
¿Pero qué sucede? que al paso de los años, quizá hasta de los meses, esa promesa se va olvidando, como que se va pensando que cada día se hace menos necesaria y que ya es tiempo que el pesar vaya cediendo y que no podemos vivir permanentemente con el dolor de aquella ausencia, que basta con el recuerdo de aquel ser querido que fue parte de nuestra propia vida y que como esta sigue su curso, tenemos que vivirla, mejor dicho, seguir viviéndola con sus encantos y desventuras hasta que el Ser Supremo también disponga de nosotros.
Y tomando en cuenta que en nuestro paso por este mundo, somos protagonistas de tres acontecimientos que son: nacer, vivir y morir, creemos que para perpetuar o al menos prolongar un poco más el recuerdo de nuestra presencia en este escenario del cual, mientras vivamos, todos somos actores, esforcémonos por hacernos merecedores de ese recuerdo, al menos de los nuestros.
San Antonio Huista, Huehuetenango
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