Así llegó Mateo a la casa, a ganarse la vida con el sudor de sus tiernos años y con la nobleza del niño rural; así aprendió a chinear y a hacer todos esos pequeños y a veces muy pesados oficitos domésticos; así aprendió también a lidiar con los caballos, desde montárselos en pelo, hasta trabajar con ellos.
Años después, cuando el gusanito de su juventud le empezó a hacer cosquillas en la planta de los pies, empujándolo hacia nuevos horizontes, se fue, tal vez sin decir adiós y mucho menos, sin decir a dónde iba, quizá ni él mismo lo sabía, dejándonos así el doloroso vacío de su ausencia y un profundo sentimiento de tristeza, porque habíamos aprendido a quererlo como un hermano, como uno más en la familia.
Pasaron los años, se convirtieron en lustros y hasta en décadas, se hicieron adultos y hasta viejos y Mateo no apareció en mucho tiempo. "Ya se lo tragó la tierra", pensamos nosotros; "de repente que ya se murió, pues al fin y al cabo no era eterno, acaso lo somos nosotros?"
Pero, un día de tantos, así de sopetón como se dice, como a veces vienen los aguaceros de invierno, o nos cae un cobrador, así se asomó Mateo, con la espalda llena de años y las bolsas llenas de recuerdos. Con la emoción hecha un nudo en la garganta ante su inesperada presencia, lo abrazamos largamente, como queriendo compensar en parte todas esas manifestaciones de cariño que por tantos años no pudimos darle.
San Antonio Huista, Huehuetenango, Guatemala
Escrito en mayo de 2007
Publicado el 13 de febrero de 2020
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