No cabe duda que toda muerte, cualquiera que sea la víctima, el motivo y la forma en que se dé, provoca en nuestro espíritu un sentimiento de pesar, haciéndonos pensar que como humanos estamos expuestos a sufrir en el momento menos esperado un golpe de tal magnitud, por lo que no podemos permanecer insensibles ante el dolor de los demás y nos unimos calladamente a él, y lloramos en silencio.
Tampoco cabe duda que el desenlace doloroso, el golpe final a una vida que quizá se ha aferrado al mundo con desesperado tesón y que ha luchado valientemente contra un mal invencible, deja en el alma una herida y el sabor amargo de la impotencia ante la dura realidad de la vida y de la muerte.
Porque el que se va, independientemente de la edad, de la razón y la forma de su muerte, deja, en quienes se quedan y son o fueron parte importante de su existencia, ese doloroso vacío de desolación y amargura que solo se llena con lágrimas y recuerdos.
Pero tenemos que aceptar la realidad, que ante el mandato de Dios nada podemos hacer, más que el esfuerzo que ya se hizo por evitar lo inevitable, aceptando con valor esa consoladora satisfacción que da el hecho de haber luchado en todo momento y agotado el último recurso por salvarle la vida al ser amado cuyo final posiblemente, estaba ya señalado por el destino.
También es importante saber que por circunstancias especiales, la muerte de algunas personas se siente más profundamente, tal vez por existir un vínculo de amistad o familiar, por una deuda moral, por un recue3rdo determinado, por su don de gentes, por sus juventud, por su entrega a una causa noble, en fin, por un sinnúmero de razones, el adiós definitivo de alguien como que sacude con más violencia nuestro ser y nos deja abatidos, llenos de incertidumbre y tristeza.
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