La vida nos depara toda clase de sorpresas y de situaciones que muchas veces estamos muy lejos de imaginar; entre ellas, unas gratas y felices; y otras duras y llenas de dolor. Pensamos que unas y otras son lógicas y naturales, sabiendo que no solo vamos a disfrutar de las primeras, como tampoco solo vamos a disfrutar de las primeras, como tampoco solo vamos a experimentar y sufrir las segundas. Por eso Dios, ese Ser Omnipotente que nos permitió venir a este mundo, que nos dio ese soplo divino para existir como aves de paso en él, nos dotó de esa fuerza espiritual capaz de soportar con entereza y resignación las duras pruebas por las que tengamos que pasar.
Se nos ocurre lo anterior porque ¿Quién de nosotros no ha vivido la profunda pena de perder a un ser querido, que tal vez aferrándose a la vida, luchó con asombroso estoicismo contra la muerte que por fin logró vencerlo, dejando a la familia, que también hizo hasta lo imposible por salvarlo, con un sentimiento de intenso pesar?
Pero ese mismo Ser Supremo le da a sus hijos, a quienes les toca vivir esos momentos de increíble angustia, la suficiente fuerza para comprenderlos y soportarlos, dándoles también el remedio de su infinita bondad para calmar su dolor y sanar su herida, siendo el tiempo su mejor aliado, no para olvidar su pena sino para atenuarla y hacerla así más humana y comprensivamente llevadera.
Estamos pues, sabidos que en el transcurrir de nuestra existencia por estos dominios de Dios, como parte inevitable de ella, como algo inherente a ella, habrá momentos de plena satisfacción y alegría, igual que de dolor y sufrimiento, y que debemos disfrutar de los primeros y saber hacerle frente a los segundos con determinación y paciencia, porque unos y otros, como decimos, son parte de la vida nuestra.
Florencio Mendoza Granados
San Antonio Huista, Huehuetenango
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