Los hombres nos detenemos a ver y a admirar el reloj de lujo que luce un amigo, el carro de un ricachón, el par de zapatos de una vitrina, y hasta un par de calcetines. Las mujeres ven con envidia el vestido que lleva puesto otra, el collar, los aretes, su estrambótico peinado, y hasta la forma en que se pinta o camina.
Todo lo anterior y mucho más es totalmente cierto, como cierto es también que difícilmente nos detenemos a apreciar las maravillas que la Naturaleza nos brinda a cada paso. Cuántas veces, por ejemplo, nos hemos puesto a observar la belleza de la más modesta flor, la simetría de las alas de una mariposa y la policromía de sus colores; ¿Nos hemos fijado acaso en el hermosos cuadro que nos brinda en el horizonte un atardecer, en el correr musical de un arroyuelo, en el lento o precipitado caminar de un río? ¿Hemos presenciado con detenimiento el soberbio espectáculo que nos ofrecen las olas de un mar embravecido, de un día tempestuoso o la inmensa grandeza de un cielo estrellado? ¿Hemos contemplado con atención y embeleso la imponente majestuosidad de un árbol, de un valle, de una montaña? ¿hemos visto el laborioso trajinar de una abeja, de una hormiga, de una araña? ¿Hemos tenido la oportunidad de observar el retozar de un marrano anunciando una tormenta, la posición de un perro aullando en una noche de luna, de un pajarito haciendo cabriolas en el aire? ¿Hemos visto en fin, tantas y tantas cosas sencillas, cotidianas y maravillosas que nos regala la madre Natruraleza? Quizá no, pero nos detenemos boquiabiertos y alelados ante la superfluidad de las cosas artificiales que solo sirven para poner de manifiesto la vanidad de hombres y mujeres.
San Antonio Huista, Huehuetenango, Guatemala
21 de marzo de 2019
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