Existe una mujer en el mundo, a la que jamás terminaremos de rendirle nuestro homenaje de admiración y respeto, una mujer que es motivo permanente de inspiración, un ser divino que aterriza la existencia, que es fuente de vida y esperanza, bálsamo que cura las más profundas y dolorosas heridas, una mujer que es la más bella flor que perfuma nuestra existencia, que es un relicario de amor y ternura, una Diosa que tiene su altar en un lugar especial de nuestro corazón y ante él que inclinamos reverentes nuestra frente para rendir la pleitesía.
Una mujer noble, sublime, divina, que comparte nuestras penas y nuestras alegrías, que inunda de fe y de consuelo nuestra vida, una mujer llena de amor, una mujer que es la razón y el fundamento de la existencia del ser humano en el universo, una mujer, en fin, que llena con su presencia de felicidad el corazón de sus hijos.
Esa mujer única, esa grandiosa mujer, es la madre, esa mujer llena de atributos especiales, a la que agradecidos debemos rendirle el permanente homenaje de nuestra veneración, y del más profundo respeto; ese ser dotado de una inmensa capacidad de amar con todas sus fuerzas, es la madre.
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