Por mi parte, cuando esto sucede y hasta donde me es posible, me levanto a la hora que sea para evitarme la molestia desesperante de estar oyéndolos. Si es un reloj con su clic, clic, interminable, lo voy a refundir lo más lejos posible, lo meto entre trapos o debajo de algún trasto o cajón; si es una gotera con sus toc, toc, constante, pongo trapos donde cae o trato de suavizarla de alguna manera; si es un zancudo con su rrrrrrr intolerable, me lo velo para acabar con él a como dé lugar y si es un grillo con su necio rit, rit, rit, como no soy amigo de matarlos, trato de localizarlo y capturarlo para luego expatriarlo, aunque a veces tengo que sacrificarlo, como si el pobrecito no tuviera derecho a la vida.
Pues bien, todo lo anterior se me ocurre porque una noche, exactamente a las doce, me levanté por tercera vez para ver si por fin podría lograr la captura de un grillito para que se callara, pues desde que me acosté estaba griti - griti -grita, sin que en ninguna de las levantadas anteriores haya conseguido callarlo, y no porque no haya podido localizarlo sino porque estaba bien protegido entre la pared y un mueble lleno de trastos, lógicamente yo solo no podía moverlo, no solo por su tamaño y contenido, sino por la hora ¡Hasta me imaginaba al grillo bandido riéndose de mí!
Con la mano derecha en la quijada y la izquierda en una escuadra sobre la barriga, jadeante y como la gran patria centroamericana, me puse a pensar de qué manera lograba callar al mentado grillo, ahora sí que aunque tuviera que acabar con él porque, como digo, ya estaba como la gran... pues, quién no se va a enojar que e un agotador día de trabajo?
Un trasto que estaba debajo del molendero fue el lugar donde encontré el arma poderosa que acabaría con tan necio quita sueño y posiblemente con quién sabe cuántos más inocentes animalitos. Dos puñados de cal lanzados con fuerza entre el mueble y la pared, como dos misiles disparados desde un submarino de la armada norteamericana, hicieron que el pobre, pero terco grillo se callara, quizá para siempre, provocando además la alocada y soñolienta huida de arañas y cucarachas, que todas llenas de cal, corrían despavoridas en búsqueda de refugio, posiblemente pensando que la erupción del Santiaguito las había despertado tan violentamente y hecho salir a la intemperie y en ropas menores a tan altas horas de la noche.
Tal espectáculo me dio lástima y risa a la vez; lástima porque de plano estaban bien dormidas cuando les cayó tremenda lluvia de cal; y risa, porque ¿Qué culpa tenían ellas que el otro baboso gritara tanto?
San Antonio Huista, Huehuetenango, Guatemala
30 de enero de 2020
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