Cuando alguien de la familia fallece, deja en nosotros un doloroso vacío, su ausencia física de la casa es motivo de profunda tristeza, la lloramos constantemente lamentando su partida, máxime si ese familiar desaparecido es la madre, el padre, un hijo, una hija, la esposa, el esposo, un hermano o cualquier al que en verdad hemos querido.
Pero a medida que el tiempo pasa ese dolor se va haciendo cada vez más llevadero, la herida cada día va cicatrizando más y más hasta convertirse en un triste y lejano recuerdo, mantenido siempre en lo más íntimo de nuestro ser.
Aunque sucede algunas veces que mientras unos lloran inconsolables la muerte del ser querido, otros también lo hacen porque están sintiendo el mismo dolor pero no por la misma razón, es decir, que no tanto por cariño sino por el remordimiento de haberse portado mal con el familiar fallecido. Pero puede suceder también que esa manifestación de sentido arrepentimiento no sea más que una pantomima que dura mientras haya espectadores, que, engañados por tan fiel representación, se duelan y compadezcan de esa clase de inconsolables y desolados deudos, cuyo falso llanto desaparece cuando los concurrentes se hayan ido del escenario.
Y, como de todo hay en este valle de lágrimas y sollozos fingidos o sinceros, también están los que pueden improvisar una demostración de profundo pesar, no sentido realmente, pero expresado con especial maestría, gracias a sus indiscutibles dotes de actores de primer orden. Estos son los que lloran más por deporte que por dolor y pesadumbre, pues muchas veces ni siquiera conocen a la persona fallecida y en ocasiones, ni a los propios deudos.
Lo cierto es que esas manifestaciones, sinceras o fingidas, son parte de esos momentos de verdadero dolor para unos, aunque para otros no sean más que la representación de cumplidos obligados por una exigencia de carácter social.
Y así, la vida sigue su curso imperturbable, indetenible, hoy disfrutándola plenamente, mañana quizá renegando de ella, hasta que llegue el día inevitable y doloroso de la muerte, como punto final, como epílogo y recapitulación de nuestro paso por ella.
San Antonio Huista, Huehuetenango
Del libro: "Lo cierto es que tengo mis dudas...", páginas 91-92
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