¡QUÉ SUBIDITA!
El pobre carrito hasta pujaba y por más que se daba aviada no lograba avanzar, siempre se quedaba en el mismo lugar, rascando con sus cuatro gastadas llantas el piso de la polvorienta carretera, que por enésima vez, se negaba a permitirle el paso.
Sudoroso y cubierto de polvo, retrocedía jadeante, pero obstinado y valiente, repetía el intento y de nuevo se quedaba donde mismo; no, no era posible, la empinada y maltrecha carretera era realmente infranqueable para su limitada fuerza y baja estatura; mejor era desistir, darse por vencido, quedarse por ahí recomendado o permitir un tanto avergonzado, que lo jalara otro de sus congéneres, con más energía y altura, antes de dañar su ya cansado organismo y agotar la paciencia de los otros automotores que bastante habían contribuido ya con esperar si al fin el pobre carrito podía atravesar este atolladero de tierra suelta en el que repentinamente se había metido.
Así las cosas, optó por darle paso a los demás, y dejó, callada y humildemente que lo remolcaran, que lo ayudaran a salir de ese y otros malos pasos para poder llegar a su destino y recetarse un merecido descanso de tres días por lo menos.
Ya tranquilo y medio repuesto del gran esfuerzo, aunque un tanto azareado y molesto, comentaba con los de su mara la pésima situación de esa subida de Santa Ana y juraba que ni de bajada la volvería a subir, después de su obligado regreso que conste, porque era un peligro latente, una amenaza permanente que atentaba contra la vida de quienes por necesidad o por gusto, se aventuraban a transitarla.
San Antonio Huista, Huehuetenango, Guatemala
Del libro "Lo cierto es que tengo mis dudas...", páginas 41-42
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